sábado, 26 de diciembre de 2009

UNA NOCHEBUENA EN TREN

1
Sí, es la Nochebuena de 1980. El expreso lanzará su único y firme tentáculo en pos de su destino. La mayor parte de la ciudadanía se mueve entre resacas, caprichos y celebraciones. Se aproximan las once de la noche. Los escasos viajeros se observan con gran disimulo, siempre esperanzados ante un reconfortante saludo visual. Militares, funcionarios, comerciantes y demás visitantes circunstanciales. Claro, todos se miran de reojo. No resulta demasiado agradable. El andén; vacío, frío, perenne y, sobre todo, paciente. Justo Responso camina en busca de su asiento, acompañado de una pequeña bolsa con propaganda de el corte Inglés. La veterana estación de Atocha registra una temperatura cercana a los cero grados. Justo saca de su bolsillo interior el billete que le indicará su situación como viajero, entonces observó un hombre, alto, muy abrochado y oscuro, moviéndose de una manera extraña, que le llamó la atención.
La salida iba a ser inminente. Todo aquél que quisiera partir debería estar acomodado tranquilamente en su sitio. Y a viajar. La cantidad de personajes: irrisoria. Sumando la tripulación y los viajeros no debería de pasar la cifra de cinco o seis personas. Es lógico. "¿Quién podría viajar en estas fechas?", me preguntaba yo constantemente. Y arrancó por fin el tren expreso. Atrás dejaríamos nuestras vidas recientes y efímeras.
Justo optó por acomodarse y empaparse de una lectura fácil a la que estaba acostumbrado. Entró en el departamento, para medio tumbarse al amparo de una penumbra luz cercana a la cabecera de su asiento. Una vez allí, y antes de abrir el consabido libro, se dedicó a observar el lóbrego horizonte. Los árboles, matorrales grandes, casetas abandonadas, postes telegráficos, granjas semipobladas, carreteras minipobladas, estaciones de paso y alguna luz lejana, le hicieron agrandar su fantasía. Aunque esta noche notaba un nerviosismo muy especial. Le pareció estar solo en el vagón. "!!ARRRGGGGHHHHH¡¡", se despertó bruscamente y sudoroso. Tiempo hacía que no le sucedía. Una pesadilla horrible le asedió durante un corto sueño. Alguien le perseguía con un horrible rostro; y él no podía avanzar todo lo rápido que quisiera. Intentaba correr, no podía. Intentaba saltar, tampoco. Quería hacer frente, imposible. Huir, descartado. De repente, se vio despierto y la tranquilidad volvió a reinarle los párpados. Todo había sido un maldito sueño. Pensó en tomar un respiro en la ventanilla del pasillo. Hizo lo propio para reincorporarse. No le respondió su pierna derecha. Ante la imposibilidad del hecho, intentó volver a dormir. Un reconcomio raro lo asediaba, y le volvieron algunos recuerdos de su niñez. La incomunicación de la situación le empezó a asustar. Volvió a intentar levantarse... pero... ¡nada!, insufrible total. Sudaba y sudaba.
Recordaba una historia de su niñez. Muerte en los trenes, seres de ultratumba aprovechándose de los viajeros solitarios; arrancándoles las entrañas para tragárselas...
"Oigo pasos, son muchos, no me puedo mover, ...se acercan..., !mi pierna¡, ...la puerta la dejé abierta, ...se abre... !!NO, NO¡¡, ...mi pierna, ...no tengo nada a mano. !Ya están aquí¡. !SOCORRO, SOCORROooo....¡, !socorroooo¡". "!!...MI ...PECHO¡¡.... !!MIii PEeeCHO¡¡"
"...!!!Truckk, truckk, trukkk...¡¡¡"
Cuando el revisor abrió la puerta del compartimiento 46, halló un viajero muerto. Ninguna otra persona notó nada extraño en ese vagón ni durante ese corto trayecto, el nombre del muerto ya lo saben ustedes.
2
Vaya un día para viajar. Desde luego, si el compromiso no fuera ineludible ni por lo mas remoto lo haría. Una cierta tristeza y melancolía se apoderaba de todo mi ser. Por desgracia, era Nochebuena y el frío agravaba mi consternado estado. Ante la imposibilidad de recuperar el sueño, la opción de pasar el rato asomado a la ventanilla se apoderó de mí. Los postes ferroviarios, cuán soldados postrados marcialmente, me vigilaban. Las luces medio lejanas cobijaban con seguridad una familiar cena al amparo de un cordial calor cercano. Y yo, pobre infeliz, hasta el momento con la sola compañía del revisor, al que no veía desde hacía un par de horas largas. La incomunicación del vagón hacía muy triste todo el ámbito. Debía de acudir, sin remisión, al reclamo del padre Prudencio en el convento de Los Monjes Ermitaños, al día siguiente, sin falta. Toma, aquí tienes una carta del convento ese al que sueles ir, me dijo mi tutor hace cuatro o cinco días. No pude rehusar la invitación por ninguno de los medios, allí carecen de teléfono y de otro tipo de contacto que no sea personarse. Así que debería fastidiarme. Mi primera intención de hacerlo con un par de días de antelación se eclipsó al tener que asistir a una conferencia de mi tutor y jefe; éstas son siempre afables y como experiencia son enriquecedoras, sin contar el reporte económico que me producen, necesario para mi subsistencia; al menos, hasta que me consagre como escritor y traductor; cosa dificilísima por cierto, y un tanto dudosa. Mas no cejo en mi empeño.
En la misiva se me comunica que debo volver a traducirles un escrito en lengua francesa medieval, que domino ampliamente, el día veinticinco como muy tarde. Debe tratarse de un documento muy especial, me dijo. No me importa demasiado. En realidad es una compensación por las facilidades que me dan a la hora de adquirir historias de otras épocas, que ellos cada cierto tiempo me proporcionan. En esta ocasión, al parecer por lo que interpretaba en la misiva, habían encontrado unas crónicas, en una carpeta llena de códices, y deseaban que yo se las estudiara antes que nadie. De modo que se me situó la papeleta de viajar en tan señalada noche.
Me gustan estas historias apócrifas, son un buen ejercicio para adquirir un estilo personal. Parece que el autor se autodenomina Mendicato. Todo tiene un halo de extrañeza. Además, no deseo dar mucha publicidad al sitio, no fuérase que alguien se me adelantara. Soy muy desconfiado por naturaleza.
Entre pensamientos y meditaciones de toda índole, decidí meterle mano a mi cena, un bocadillo de embutido.
Por el pasillo vi aparecer una figura, se diría humana. Alta, de unos dos metros, toda oscura; abrochado hasta arriba con un abrigo tipo gabán; abotonado en negro, pensé, lo que me hizo brotar una leve sonrisa que agradecí providencialmente, al acordarme del símil taurino. Resultó agradable sentir que iba a tener compañía por un rato. Sería un viajero, ¿aburrido?, al igual que yo, y él agradecería, probablemente, un rato de buena charla. Lucía un sombrero negro redondo por completo, a lo cordobés, dándome la sensación de que era un cura de los antiguos. El tipo debía pesar más de ciento veinte kilos. Andaba entrechocándose por las paredes del pasillo y siguiendo el compás del vaivén del vagón. Di un bocado al chorizo, sin poder remediarlo. Qué agradable olor me salpicaban las glándulas olorosas. Los distintos trasluces daban un aspecto bastante siniestro al individuo. Ya percibía su cara a unos doce metros, dura sin duda, facciones muy pronunciadas, y unos labios grandes y carnosos, secos como la corteza de un nogal. Parecía recién afeitado, por la luminosidad de su rostro, y portaba un pequeño maletín que no se apreciaba sino en la cercanía. Por unos momentos, mi agradecimiento a la suerte de tener compañía durante unos minutos se desvaneció. Qué persona tan extraña y solitaria y qué motivo le movería a realizar un viaje. Desde luego lo iba a saber en breves segundos, pues ya lo tenía encima mía, y me había pillado con la boca llena, que, sin darme cuenta, había dejado de masticar impresionado por la bárbara figura. Según se acercaba a mi posición más grande se me antojaba la enorme silueta. Parecía dar con la cabeza en el techo. La mirada que me propició me dejó, aun, más abiertas las mandíbulas. Creo recordar que hasta se me cayó un hilo de babilla.
- ¡Buenas noches y Feliz Nochebuena! - Me dice, con un tono de voz capaz de quitarle trabajo al mismísimo Frankenstein.
- Hola - Replico yo, totalmente compungido y haciendo un increíble esfuerzo para tragarme, con todo tipo de muescas, el chorizo, que ya se estaba convirtiendo en sobrasada dentro de mi boca. Se me pegó a las encías; qué materia tan revoltosa.
La conversación no se hizo esperar, creo que este hombre estaba más que acostumbrado a causar tan bárbara impresión. Y si así no fuera pasaría por ser un tipo muy despistado. Seguía moviéndose en concordancia al traqueteo del vagón. Móvil que me hizo deducir su gran experiencia como viajero. Yo también lo era.
- Soy..., soy escribiente y aprendiz de escritor. ¿Quiere?
El hambre se me estaba escaqueando. Opté por ofrecerle de mi sidra; ya, ésta un poco más templada que el tiempo. Lo hice a fin de ser todo lo cordial que pudiera; o sea, le quise hacer la pelota.
- Gracias muchacho. Me viene muy bien, tengo la boca seca. Me la ha dejado una situación por la que acabo de pasar. De lejos le confundí a usted con el revisor. Debo encontrarlo. Empecé a buscarlo por motivos relacionados con la calefacción, pero me ha surgido otro motivo mucho más prioritario. Parece que me persigue mi profesión, allá donde voy.
Entonces, el hombre sacó una tarjeta que me ofreció muy amablemente, y que sin duda la regalaba a casi todas horas: "VIUDA E HIJOS DE MARTÍNEZ. ENTERRADORES". Fueron las mayúsculas que enseguida leí. Desde luego su aspecto acompañaba con su profesión. Cuando no tuviera clientela, le podría bastar con acercarse sigilosamente a cualquiera, como lo había hecho conmigo, y no tendría mucho problema en que de cada tres o cuatro intentos se le muriera alguien allí mismo. De corazón, se lo digo a ustedes.
El individuo me explicaba los detalles de su indumentaria. "Mira hijo, es como llevar la publicidad colgada del cuello, y como mi físico va a llamar la atención igualmente pues venga, al cien por cien". "Sí, pero podría evitarlo en algunas ocasiones, digo yo. ¿Si va de viaje?". "Ahí, ahí, esa es la cuestión, que mi viaje no es por placer, voy a realizar un trabajillo muy majo en un pueblo de Granada. Un caciquillo que ha muerto pisoteado por el ganado y no deja su familia que nadie lo visite hasta que yo lo arregle. Me han obligado a viajar hoy, para mañana a primera hora comenzar. Soy un artista. Primero vacío el cuerpo de toda víscera corruptible. Pego los cortes justos para no dañar la envoltura, ¿sabe? Las vísceras las meto en formol hasta que la familia decida si desea quedarse con alguna. Normalmente escogen el corazón si ha sido buena persona. Aunque tengo anécdotas de todo tipo, la gente es especial en ocasiones. Una vez, una viuda se quedó con el pene del difunto. Se lo disequé y lo tiene guardado en un frasco encima de su mesita. Desde luego no es el primer caso, sé que lo suelen hacer alguna que otra vez. Los pulmones, el hígado, riñones y demás lo suelo tirar o mandar a alguna universidad para su futuro estudio y cuyo reporte económico me beneficia muy a gusto".
Me sentía acorralado ante la situación; por supuesto, del bocadillo no quería saber absolutamente nada; en un esfuerzo y oculto entre el vaivén del vagón y la cortinilla de protección, lo lancé con fuerza al exterior. Ahora, sí que sentía verdadera envidia de esas luces amarillentas que adornaban los pequeños pueblos y cortijos por los que transitábamos. Entonces, de súbito, escuché las palabras estremecedoras provenientes de mi extraña compañía:
- ¿A que le interesaría ver un muerto? Podría servirle como argumento para una historia.
Me lo dijo sin darle la menor importancia. Un muerto, ¡por favor!; todavía puedo notar como se me pone la carne de gallina. Este hombre no tenía ningún otro tema de conversación, parecía ser. Ahora bien, reconozco que suscitó mi curiosidad al máximo y levantó un poco de aprensión en mi espíritu. Pero la conversación, casi monólogo, que, este hombre oscuro, me mantuvo nada más conocerme, me hizo idear que no debería temer nada de él, excepto, acaso, que nunca pudiéramos comer en la misma mesa.
- ¿Un muerto? ¿Es que viaja usted con la mercancía puesta? - ¿No se lo cree? Se lo cuento porque estamos completamente solos en el tren, por lo menos en los dos contiguos vagones. Me serviría Vd. como testigo en caso de que no apareciera el revisor en las próximas horas. Si le parece, deberíamos buscarlo para notificárselo. Si no, deberé esperar hasta la próxima parada, a ver qué ocurre.
Me lo dice, un tanto atribulado, el hombre. Creo que se alegró de encontrarme.
- Podemos salir de dudas sin ningún problema. Vd. me acompaña, lo vemos, lo examinamos. Yo puedo deducir la causa de su muerte con bastante exactitud. Hasta ahora solamente lo he intuido por la bolsa de sus ojos y el hecho de no contestar a mi pregunta. Y se la he repetido varias veces. ¿Le parece normal?
- Bueno mire, si quiere vamos. No tengo nada que perder, excepto que no sea el tiempo, y la verdad aquí en la ventanilla y pasando frío ya lo estoy haciendo.
Le incidí muy decidido. Di mi último trago a la sidra antes de arrojarla animadamente por la ventanilla. El gran hombre de negro volvió a decir:
- Me vendría bien restaurar a otro cliente, amigo, así aprovecharía el viaje con plenitud. Lo podría hacer sobre la marcha y sacar algo de provecho de la situación. Pero claro, primero hay que aclarar el tipo de muerte que le ha sucedido. ¿Nos vamos comprendiendo?
Tragué saliva varias veces seguidas, a fin de aliviar la sequedad con la que se me había quedado la garganta. El hombre comenzó a andar indicándome con gestos que lo siguiera hacia adelante, en dirección al primer vagón.
Conforme nos acercábamos al compartimento 46, se me empezaba a congelar la sangre en las venas. Las pisadas del gigantón resonaban sobremanera. Debía llevar acero por suelas, o así me lo parecía a mí en esos momentos. Se giró dos veces, para indicarme el número al que íbamos, y una tercera, ya en los aledaños del sitio, para indicarme mímicamente que parara de andar, en el acto. ¡Vaya si me paré!
- ¡Es aquí! Mire, háblele y verá como no le contesta.
"Háblele y vera...". Pero este tío tenía el corazón de hielo. Si iba a ser verdad que me tenía que dirigir a un muerto, lo que menos me parecía la situación era de natural.
Sí, el hombre estaba allí. Me quedé absorto en la contemplación del cadáver, un poco maduro aquél y medio calvo. Entonces, de súbito, mi corazón se desbocó y todo mi cuerpo comenzó a temblar indecorosamente. Un impulso incontenible me llevó a gritar histéricamente. "¡AAARRGGHHFF!”.
- Pero oiga, ¿qué le pasa a Vd.? ¡Se ha vuelto loco! - Me dijo mi enigmático compañero, apretándome de una forma ostensible su manaza contra mi clavícula.
- El que está loco sin duda es Vd. -grito yo-. ¿Por qué me ha tocado el hombro?, !eh¡, !eh¡, ¡eh!
- ¿Qué se pensaba?, que venía el muerto por detrás. Ja, ja.
Lo cierto es que la postura que había adquirido el cuerpo, en su supuesto sueño, podría pasar por incómoda, si fuera más de cinco o seis minutos. Era una postura despanzurrada; boca arriba con el cuello torcido hacia la izquierda y una abertura de piernas demasiado pronunciadas. Ahora comenzaba a comprender la situación del enterrador. Si yo hubiera descubierto el cadáver no desearía estar solo bajo ningún concepto; quizá por unos motivos diferentes a él, pero quién niega la gran alarma que puede transmitir al estar en soledad con un muerto. Le inquirí:
- ¿Qué quiere que hagamos? Vd. que lleva más experiencia en sus huesos. Ejemm.
- Muy gracioso. Lo mejor es comprobar definitivamente su muerte y después buscar apresuradamente al revisor. No tengo noticias de la actuación que se hace en un caso así, pero él debe saberlo. Uno de los dos debería buscarlo y el otro hará guardia aquí. ¿De acuerdo?
- Entonces, ¿vamos a entrar ahí?
- Llámele Vd. si quiere a ver si viene. Parece tonto, amigo mío. O eso, o esperar al revisor.
- Eso, eso, vamos a esperarlo.
- Y si no aparece, ¿¡qué!?, le gustaría que lo trataran a Vd. así. Tirado como un perro.
El poder de convencimiento de este hombre es, desde luego, de lo más pesado y real que existe. Por un momento me vi en tan lamentable situación y se me puso un gran nudo en la garganta. Había que entrar, sin lugar a dudas.
- Bien, abra la puerta. - Exhorta él.
- ¿Oiga y por qué no lo hace Vd.?
- Necesito su inocente confirmación ¡Vamos abra de una vez!
Abrí la puerta con decisión pero con reparos, muy despacio. El enterrador se situó detrás de mí, y apoyadas sus manos en mis hombros, como para darme ánimos, que los necesitaba, o para empujarme a realizar la acción sin remisión. Lo hacía a golpecitos, el tío. No creo recordar haber pasado más incertidumbre en mi vida, por lo menos que yo recuerde, desde mi infancia. La cara del viajero se iluminaba y apagaba conforme el tren sorteaba obstáculos que se interponían entre él y el exterior. El cielo estaba despejado y la luz de la luna sembraba de trasluces todo el paraje. Giré la cabeza, con el fin de recibir alguna nueva consigna de mi improvisado jefe.
- Háblele hombre. - Sonó su voz autoritaria, tanto como para repercutir en los entresijos de mi cerebro. Dudé y más dudé; ¿qué se le dice a un posible muerto? Noté un ligero apretón en mis hombros y un movimiento frecuencial en todo mi cuerpo. El gigante me estaba moviendo por entero.
- ¡¡Chist, chist!! - Repetí mirando al sentado, cuya cara era completamente blanca-. Chist, chist..., oiga.., oiga... Feliz..., feliz, Nochebuena.
No me podía creer que hubiéramos encontrado un muerto en el tren. Desde luego me hizo reflexionar -lamentablemente para el hombre, pero fue así- durante unos segundos, sobre la fugacidad de la vida física. El enterrador tumbó la figura en posición horizontal y con los brazos cruzados; ¡qué experiencia la de este tipo!, abrió los párpados del muerto unas cuantas veces, a la vez que le palpaba por la zona de la yugular.
- Efectivamente, lo que pensé desde primer momento. Ha sufrido un infarto repentino. Una angina de pecho, amigo.
- Pobre hombre. Aquí tan solo. ¡Qué desgracia!
- Seguramente haya muerto por eso. Por haber estado solo. Vamos a ver cómo se llama, antes de taparle la cara y buscar al revisor.
Entonces en un movimiento brusco del tren, al probable paso por unos cambios, se descubrió un brazo del muerto, con su fría mano se aposentó en la rodilla del enterrador, el cual se había sentado enfrente. Éste, al notar la fría mano, y seguramente en un acto reflejo, pegó un salto para ponerse de pie a la vez que soltó un ahogado grito, llegando a chocar con la cabeza en el mástil del maletero y cayéndose al suelo en redondo. Acción que me llevó a mí, a su vez, a gritar desconsoladamente al ver abalanzarse de esa manera el pedazo de cuerpo, de ese nuevo compañero de aventuras que, por gracia y obra de la situación y, cómo no, del destino, me había tocado en suerte. También debo reconocer que mi corazón sufrió una gran taquicardia. El enterrador cayó al suelo desvalido y en una postura tan rara que, para un tío de su estatura y corpulencia, parecía haberse tronchado. Por un momento, llevado por mi nerviosismo, miré y pensé en la triste desgracia que acababa de sufrir la barra del maletero. Si ese cabezazo se lo da a una marquesina de escayola o madera es seguro que la tira. Pobre enterrador, ¡qué pedazo de golpe! Casi se suicida, él solito.
Al instante se reincorporó, como si la Estatua de la Libertad andara para darse un bañito. La decisión de quedarnos esperando al revisor en la ventanilla del pasillo, sita junto al compartimento 46, nos convenció a los dos nada más proponerse. El enterrador, con su resaca de mareo, y yo con mi miedo habitual ante este tipo de circunstancias, nos estábamos haciendo exquisita compañía.
- Mira muchacho, dentro del hombre grande que ves, hay un artista, un manitas de la carne humana. - Comentaba él, mirando al frente.
- No sé cómo puede Vd. utilizar esa expresión con un hombre muerto, ahí adentro.
- Los muertos..., muertos están. A mí me deben tantos favores ellos que me perdonan, sin duda, mi lenguaje directo y realista. Los que no perdonan son los vivos. A éstos son a los que hay que vigilar. Todos, algún día, acabaremos como el señor de ahí. ¿No le parece que hemos hecho algo importante? Nos hemos preocupado de alguien que ha dejado de habitar este mundo. La condición humana nos lo exige así. Debes saber que una de las características primordiales del ser humano es la de enterrar a sus muertos. Claro, cuando se le tiene una consideración a la vida, así como a la muerte; si no, se actúa como un animal irracional y puedes acabar tirado en cualquier lugar. Sin embargo, a este señor se le ha considerado como ser humano, así que... hijo, debes de sentirte orgulloso por estar haciendo esto.
- ¿Sabe?, está Vd. hecho un filósofo y además, su aspecto no le acompaña, ¿lo sabe?
- Claro que lo sé, claro que lo sé, muchacho.
Por fin apareció el revisor, unos cinco minutos antes de llegar a la estación de Linares-Baeza. Le contamos lo sucedido e inmediatamente entró en el comportamiento para comprobar nuestro relato. Una vez hecho esto, salió y nos dijo que deberíamos esperar en la estación a la confirmación del caso probable de infarto por un Juez de Guardia, para tomar nuestros datos personales y declaración. Nos dio las gracias por haberlo estado buscando. Perdimos alrededor de cuatro horas en las diligencias. Éstas fueron amenizadas con unos tragos de aguardiente que nos iba proporcionando el revisor, a ráfagas.
Quedé en visitar al enterrador en su ciudad residencial, con la expectativa de pasar una larga velada relatándome anécdotas de su oficio, a fin de que sacara más de un cuento con ellas. Y yo le prometí escribir un relato sobre lo sucedido, en ese día de Nochebuena.
Arrancó el taxi que la RENFE dispuso para ambos. A los demás, ya les continuó su viaje en tren. Ahí acabó, sobre todo terminó para el difunto, que, por desgracia, no cogería nunca más transporte alguno. Luego sólo tuve que concentrarme unos minutos para echar una cabezadita.
3
Aunque seguía siendo una Nochebuena triste, yo me sentía más contento y más humano.
Y Juan Oscuro, el Enterrador, me hizo capturar que la sabiduría y la solidaridad no saben de apariencias. Nos despedimos con un abigarrado abrazo. Continué sólo con el conductor del taxi y a ciencia cierta de que volvería a contactar con un tipo bastante menos siniestro que algunos políticos de traje blanco.

martes, 15 de diciembre de 2009

...LOS JÓVENES SON ESTUPENDOS...

El otro día me hallaba esperando un autobús a media tarde. Me trasladaría al pueblo de Maracena, en las afueras de Granada, con una certera ilusión por desarrollar mi programa de radio semanal, EL ALTERNE, en la emisora oficial del ayuntamiento de dicho municipio. La espera estaba resultando de lo más agradable mientras pensaba en la introducción que haría al conectar los micrófonos cuando ante mi vista dos jovencitas y un jovencito, de unos 14 años todos ellos, se apoyaron en la marquesina de la parada del BUS y comenzaron a tirar las cáscaras, de las pipas que se estaban comiendo, al suelo. Los miré fijamente con ánimo de reto pues disponían de una papelera a menos de un metro de su posición. Observé que les daba todo igual, y al cabo tuve una experiencia cercana con dos niñas que también tiraban las cáscaras a la acera y les referí en aquella ocasión que si eso es lo que les enseñaban en el colegio y una de las niñillas me miró con descaro y peló una pipa y me la tiró en dirección a mi pie y me percaté que, debido a la chulería de ambas, lo mejor era dejarlo correr y que de mayores se las harten a joder ya que sospeché que de decirles algo más me complicaría la existencia, digo que en ese preciso instante y rodeado de viajeros no quise callarme y les expresé mi malestar y que utilizaran la papelera recibiendo por toda contestación una indiferencia considerable, y poco tardaron en marcharse.
Una hembra algo más joven que yo, de unos cuarenta años, pasó por delante de mis ojos para depositar una colilla de un cigarro en dicha papelera. Le ofrecí mis respetos, le hizo gracia, por lo que entablamos conversación sobre el civismo ciudadano y la educación juvenil de antes y de ahora, y lo maniatados que nos deja la Ley de Protección del Menor.
El tránsito de personas era considerable y poco tardó la papelera en aparecer de nuevo en mi vida, como protagonista una chica, de unos dieciséis años más o menos, que tiró la colilla de su apurado cigarro justo al lado del utensilio. No me contuve y le regañé el gesto: “oye, si es que te cuesta menos trabajo alargar la mano y tirar el cigarro al cenicero de la dichosa papelera que al suelo, hija…”; y, cómo no, me replica: “a ti que te importa”. Me hubiera gustado decirles algo a sus padres de inmediato.
Cruzamos miradas compinchadas, ahora, la mujer que sí utilizó el cenicero y éste que relata. Quise dar el paso para iniciar una nueva conversación con ella pues me había atraído en el acto y solté: “¡Vaya!, algunos son niñatos de mierda”. Escuché una voz por detrás con mucha vehemencia: “¡Oiga!, los jóvenes son estupendos”. “Sí, lo sé abuela, pero algunos son unos niñatos de mierda”. Mi reciente compañera me dio la razón. Al rato nos despedimos, no sin intentar mi menda ligármela. Mas, daba la sensación de estar felizmente casada. Después, al despedirnos me comentó que intentaría prestarles más atención a sus hijos adolescentes.
Llegué a la emisora y a la hora de emitir fracasé. La tecnología no me acompañó en esa ocasión. ¿Sería por el disgusto que me llevé con los menores de edad? Claro que algunos menores se comen las hamburguesas de un bocáo y se inflan a fumar canutos y beber alcohol los sábados, si es que acaso no acaben pegándole a los profesores y a sus madres.
En ocasiones: es un gran consuelo estar, o ser, soltero.
SUERTE.

viernes, 4 de diciembre de 2009

un SMS caprichoso

Paco se encuentra de viaje de vuelta hacia Madrid; procedente de Granada, donde arribó por motivos laborales. Retorna extremadamente preocupado, algo insólito le ha ocurrido. Recibió un extraño SMS cuando paseaba por la calle Camino de Ronda, magníficamente adornada con motivos navideños. Él es madrileño de nacimiento pero con un fuerte arraigo sobre la capital andaluza donde pasó años de joven y allí conoció a su primera novia. Ambos se desvirgaron recién acabada su adolescencia. Ella siguió residiendo en Granada y él retornó a la capital de España, una vez concluidas sus respectivas carreras...
Ahora está felizmente casado y es padre de dos chavalitos.
Volver allí para pasar un par de días de duro trabajo bien podrían convertirse en cuatro o cinco sin levantar sospecha alguna. Debe revisar la maquinaría para alquilar al ayuntamiento cuyos funcionarios la utilizarán para realizar las obras del futuro metropolitano que atravesará la ciudad.
Contactó con su antigua novia, Inmaculada, por casualidad, ya que ella llamó a un programa de televisión en el que intervenía para criticar las constantes obras que maltratan las ciudades. Telefoneó al programa y dejó su número de móvil para que se pusiera en contacto con ella, si lo deseaba.
Lo deseó, vaya si lo deseó.
El paseo que comparten los dos les reporta sensaciones extrañas pero muy reconfortantes. Los transporta veinte años atrás donde el aire de mocedad y pasión los llevó a hacer el amor en los parques más de una vez. Inma está también dichosamente casada. Se olvidaron por la distancia, sólo.
La tensión sexual crece entre ellos, entre escaparate y escaparate. En algún momento se han cogido de sus manos y liberan una sonrisa cómplice.
Observar Sierra Nevada pletórica de blancura les va incitando a abrazarse.
Entonces suena el teléfono de Paco. Es Lolo, un amigo algo cercano que se acaba de echar, que necesita charlar con él sobre cierta partida de Mus (naipes) que se está gestando. Atiende la llamada bajo la tentadora mirada de la mujer. Los chicos intercambian frases cordiales sobre Granada y Madrid, ya que Lolo también la conoce sobradamente y visitó La Alhambra en alguna ocasión. Le dice que no te emociones mucho, tronko, que tendrás que volver. El amigo piensa que está allí solo. Le agradece la escucha y lo conmina a retomar el tema varios días después. Adiós, chaval, y que disfrutes. La reiniciada pareja sigue deambulando por las frías calles.
Y ocurrió. Lolo dispone de dos teléfonos, uno personal y otro de empresa. Este último está “capao”, es decir solamente sirve para emitir llamadas laborales y mensajes SMS generales. La llamada anterior es reconocida por Paco ya que ha sido de particular a particular y la tenía memorizada. Lolo decide ahorrarse el dinero del mensaje a enviar y agarra el móvil de empresa para escribir: “De Madrid al Cielo pero pasando por Granada para pensárselo bien”. Paco recibe el SMS y no reconoce al titular.
¡Madre mía!, y ahora… ¿¡quién será!?, ya me han pillado con Inma. Verás cuando se entere mi mujer. ¡El divorcio!
No se atreve a contestar el mensaje, no vaya a ser…
Ella le expresa que se ha puesto coloráo como un tomate y que le tiembla el pulso y cuando lee la frase también se “acojona”.
El romanticismo se ha marchado tan lejos como sus juventudes.
Durante el viaje de vuelta él repasa su vida al completo. No sabe qué cara poner cuando vea a su mujer. Lleva muchas horas sin dormir.
Al fin, Lolo reacciona, sospechando que al no recibir contestación es que Paco no reconoció su número, y le envía un nuevo SMS, aclarándole la cuestión del doble teléfono móvil con el que se maneja, 48 horas después.
Paco respira profundamente mientras se caga en todos los muertos de su reciente amigo; al leer el caprichoso mensaje, ya muy aliviado.