Primeros de los
años 60 del siglo XX. Manuel prepara un nuevo día de trabajo que le conducirá
durante toda la jornada a la estación del tren de Almazán, provincia de Soria.
Él trabaja como titular allí de la empresa nacional de ferrocarriles: la RENFE,
al igual que su padre, su abuelo y todos sus hermanos, y algún primo. Esparcidos
por el resto de España. Su recién formada familia, ignorante a morir y joven a
resucitar, duerme.
Se levanta al sonido de un despertador
de campanilla, con un ruido pesado e hilarante, para acto seguido enchufar la
radio. Su emisora favorita le valdrá como ánimo para afrontar los primeros
albores del día; Onda Pirenaica, cadena que emitía constantes mensajes en
contra de la dictadura vigente, la del General Franco. Los punzantes discursos
de Dolores Ibarruri, "La Pasionaria", le alegraban lo más interno de
su alma. Corría el año de 1962 en España. Esos cantos de esperanza procedentes
de la zona roja de Europa eran reconfortantes para su futuro. En algún momento
de los próximos años tendrá que acabar la dictadura, pensaba... como la inmensa
mayoría de los ciudadanos, casi en extremo pobres y desilusionados.
Recién casado con una guapa moza,
morena y de ojos grandes, andaluza al igual que él. Son de un pueblecito
situado en la falda de Sierra Nevada, uno de los pueblos más antiguos de
Europa; Guadix, de Granada.
Allí se conocieron, y allí decidieron
casarse un año antes, como su edad y su ámbito social lo requería. Eran muy
jóvenes pero en edad casadera de sobra, 25 y 23 años. Ahora, y debido al
desarraigo que el ferrocarril regala a la inmensa mayoría de sus trabajadores
que empiezan, vivían temporalmente en Almazán.
Manuel tendría el tiempo justo de
calentarse un cafelillo bien cargado, antes de agarrar su vieja bicicleta. Con
ella, el camino se le acortaría en unas cuantos preciosos minutos; los cuales,
aprovechaba al amparo de las blancas sábanas, y el cariñoso abrazo de su mujer.
Una pequeña canastilla de mimbre
trenzado, con una mano de tinte rojizo, le valdría para transportar su
almuerzo; con seguridad, las sobras de la cena anterior. Alimentos que él mismo
habría propiciado, en un intento por contribuir a la economía familiar. Su
mujer y cuñada, a la que dan cobijo, apenas si querían nunca tocar nada de la
cena, para que sobrara la mayor cantidad de comida posible. Pensaban que el
hombre de la casa y el hombre que tenía que salir a trabajar se lo merecía y necesitaba.
Eso nunca estaba claro. Pues por su parte, Manuel opinaba que no necesita
alimento tanto como su mujer. Ella debe amamantar a Manolito; su hijo recién
nacido, dos meses atrás. Soledad, la hermana de Carmen, de unos trece años,
también morena y muy delgada, tanto por unos como por otros, procuraba no comer
nada más que lo imprescindible. O sea, casi nada.
Así que, entre unas cosas y otras, más
de una vez se les estropeó alguna sobra de algún filete de carne en salsa o
algún que otro huevo fritillo. Y por no mencionar algún vaso de leche con café.
Llegó la hora de
marcharse. Antes, ojeó la cuna de Manolito. Se acercó hasta la cama de
matrimonio y le propinó un beso en la cara a su mujer. Luego la arropó. Por fin
partió; como única compañía la del gélido viento otoñal azotándole la cara.
Veía pasar ante sus ojos los firmes pinos a ambos lados del empedrado camino,
fieles compañeros guardianes. En la cabeza un único pensamiento: acabar la
jornada cuanto antes para regresar.
"No me extrañaría que los lobos bajaran aquí
con bufanda, hostias”
Un par de horas después, Carmen ya se
levanta dispuesta a realizar su papel de ama de casa Novata en tales
menesteres, aunque no se le caerían los anillos por llevar una casa adelante.
Nacida en el seno de una familia numerosa, de seis hermanos, siempre, desde muy
jovencita, le había tocado ayudar en tales menesteres a su madre Primitiva;
"Mama", para todos. Lo tuvo que hacer hasta tal punto que la crianza
de alguna de sus hermanas había recaído sobre ella, casi al completo. Entre
ellas Soledad.
Hecho que se agravó al fallecer, en un
desgraciado accidente, su hermano Antonio; el primogénito de la familia.
Dejándola a ella, con todos los honores, de hermana mayor.
Los miembros de la familia Huertas
Romero descendían de gentes del campo. Propietarios de alguna fanega de tierra,
por allí, dentro de la vega de Guadix-Baza, de raza fuerte y con energía en la
sangre. Todas las hermanas, las cinco, se parecían físicamente; con una
mezcolanza de su madre Mama, y de su padre Antonio. Casado en segundas nupcias
con Primitiva. Hombre rudo, silencioso, pero muy trabajador.
Carmen mezclaba en los entresijos de su
consciente la felicidad por la reciente boda y la amargura por la miseria en la
que estaban viviendo. No era motivo de susto fuerte para ella. La pobreza
formaba parte de la familia Huertas, desde siempre. Pero, en Guadix sus padres
eran regentes, por esos tiempos, de una fonda, tanto para personas como
animales. Esos ingresos y los productos manufacturados que sacaban de su campo
hacían que nunca faltara la mesa puesta a sus horas. Nada de manjares, pero sí
un plato caliente. Y cuanto menos, una buena panzada de los productos de
matanza gracias al sacrificio de tres o cuatro marranos.
Fiesta que ellos practicaban
religiosamente todos los años.
Tanto Carmen como Soledad y el propio
Manuel son conscientes de que esa situación es pasajera. Algún día, no muy
lejano, esperaban volver al pueblo, donde con el sueldo fijo de la RENFE no
tendrían problema en ir consiguiendo comodidades en sus vidas.
Ahora, deberían de aguantar el tirón como
fuere. Motivo por el que Soledad los había acompañado, que Carmen y el
revoltoso Manolito no se sintieran solos más de lo necesario. Amén de aliviar
carga en Guadix.
Carmen se acercó hasta la pequeña cama de soledad. Quería preguntarle si
deseaba beberse un vaso de leche caliente. Ella no estaba. Por desgracia
empalmaba diarrea tras diarrea, debido a problemas estomacales. Carmen imaginó
que estaría en el pequeño corralillo de la parte de atrás de su pequeña casa.
Ésta era de una única planta, con dos habitaciones y una suscinta cocina
aparte. Si hubiera estado en lo alto de un edificio de una capital sería una
buhardilla.
Una vez con la certeza de que su
hermana hacía lo que se había imaginado, Carmen se sacó la teta derecha. Antes
metió las manos en la cuna de su hijo para cogerlo y sentárselo en sus muslos.
Renqueando, Manolito ya mamaba y
mamaba; el mamón.
Hoy pretende ser un buen día para las
hermanas Romero. Una vecina del lugar las había invitado, el día anterior, a
una merienda en su casa.
El cielo
despierta grisáceo. Soledad ayuda a Carmen en las labores domésticas, cuando
recuerdan el detalle tan colosal que les había ofrecido la señorica María; esposa
de Macario, compañero de Manuel.
"Qué
bien, Sole", allí siempre tiene cosas mú buenas pá comer. Hoy nos
hinchamos, si Dios quiere". "Qué
alegría... Carmen.... ahora, que como me de la cagalera allí... ya verás
tú...je,je,ja...". Se replican la una a la otra. "Yo estoy por no comer ná al mediodía y tó"; "Yo, tampoco... mira ésta".
"Pues nos hacemos una sopa de sobre y ya está", dice la mayor.
La verdad, es que la ilusión de la
invitación les va creciendo a lo largo de su andadura diurna. María les dijo
que no se pasaran muy tarde, que enseguida anochecía.
María se había percatado de la extrema
delgadez de las dos jóvenes, recién llegadas, vecinas andaluzas. Y sin
comprender por qué un casorio tan temprano y llevado directamente a
penalidades, se le llenaba el alma de pena cada vez que las miraba a la cara.
Las costumbres de esa zona y de las que procedía la familia Martínez Huertas
eran muy diferentes; distintos climas, distintos conceptos de la vida, familias
de diferentes componentes. En Andalucía primaban las numerosas; lo normal era
tener siete u ocho componentes. En Soria eso no era tan normal y evidente.
El caso, fue que María acababa de adquirir
un par de jamones y un lote de quesos, y se ofreció a obsequiarles a todos los
integrantes de la familia, para una exquisita merienda. Un buen plato de jamón;
otro igual, de queso, y un enorme trozo de pan de pueblo; ¡ah! y un tomatito
rajado, con sal. Y para terminar un sabroso café, recién hecho.
Un buen ágape
les esperaría a media tarde.
"Carmela,
venid todos, ¡eh! Al niño ya le haremos algo para que nos acompañe",
insistía María. "No se preocupe Vd.
señora, que le da un taco de jamón y ya lo chupa él", le replicaba
Sole, con su espontáneo salero granadino.
Una vez concluidas las labores de la
casa, Carmen y Sole, quieren aprovechar la salida hasta la tienda de alimentos,
para recrearse con un primoroso paseo. El río Duero es una buena opción. Allí,
los pescadores llenan sus cestas con los salmones que remontan sus frías aguas.
Desde sus bordes, las dos hermanas fantasean con los recuerdos del río de su
pueblo; el río Verde, afluente del Genil, en la vega granadina. Una nimiez en
comparación con el Duero.
Ahora, que por otra parte, es un gran consuelo
pensar que las riadas del río Verde, aun siendo muy desastrosas, no serían nada
comparadas con alguna del Duero. Eso ellas lo saben muy bien. Saben de riadas.
Los pescadores les brindan algún
esporádico piropo a su paso, hecho reconfortante. La delgadez les vale para
agrandar la innata belleza de sus caras. Es época de lluvias y las aguas bajan
plenas en su capacidad. Un pescador saca, entonces, una trucha de un par de
kilos. ¡Qué rico debía de estar después de un par de vueltas en la sartén!
Este detalle recuerda a Carmen la
necesidad de amamantar a su raleoso hijo. Y al igual que en otros tantos
momentos, Manolito no admite el pecho, el muy vándalo. Ello acarrea a Carmen un
sufrimiento añadido. Su primer hijo no comía. El hecho de sentirse culpable por
otro problema contribuye a que ninguna de las dos ingiriera nada. Una nueva
preocupación que barre todas las anteriores. La salud de su, de momento, único
hijo la apabulla. Y nota una falta en su menstruación. ¡Ah, el amor!
Si el destino había dictado la llegada
de un nuevo bebé, debería de cuidar al máximo el que ya había engendrado. Una
carga más va a ser demasiado para la familia. "Manolito, espabila".
El dichoso reloj marca las cinco de la
tarde. El inocente crío no se alimenta con ninguna de las soluciones tomadas
por las hermanas. Solamente cabe una que hará feliz a la mayoría. Desplazarse
hasta la casa de la señorica María y esperar que el destino, con su eje
caprichoso, entre medias, deje que Manolito admita algún tipo de alimento
animado al ver comer a las mujeres que tanto cuidan por él.
Carmen no es partidaria de dar el pecho
en público. Pero si fuera así el mejor remedio a tan catastrófica situación
bienvenido sea.
Se atavían ambas con sus mejores
atuendos; únicos y muy limpios, muy blanquitas por dónde se les mire.
Lo primero que pregunta la señorica
María es por la ausencia de Manuel. Él les cae en gracia al desusado matrimonio.
La verdadera disculpa ante la falta del
joven marido se la explican sin tapujos. Esa tarde, improvisadamente, debe de
echar un doble a uno de los compañeros de trabajo. Ello hará que continuara
cuatro horas más de su jornada normal; una práctica habitual y constante.
"No
os dé vergüenza, pasad y acomodaros donde os guste".
Mensaje que contribuye a la calma y
felicidad por parte de las dos mujeres. Entraron y se aposentaron lo más cerca
la una de la otra.
Sole debe apañarse la falda para no enseñar
sus braguitas.
Las tres vecinas entablan una
conversación dicharachera. La ingente cantidad de preguntas con las que
bombardea María a sus visitantes hace que ellas den un repaso a sus vidas, y a
la trayectoria de los últimos meses. Pero unos providenciales llantos de
Manolito las libran del afligido relato.
Las nubes otoñales, procedentes del
Moncayo, provocan que comience a anochecer antes de lo previsto. Así que, María
no tarda en sacar varios platos de aquel meditado festín.
Los ojos que se le pusieron a Soledad
nada más ver el enorme plato de jamón bien podrían representar el encanto de la
esperanza. O sea, ...ojos como platos... de jamón, en este caso. Carmen hasta
llega a lanzar un estruendoso suspiro. María pregunta el motivo de éste y es contestada
con los agobios de una vida muy ajetreada.
"Muy
bien....ya, ya...".
Al ratillo, ya ha puesto la señorica
María varios platos sobre la mesa camilla. Digno hubiera sido pintar un bodegón
con aquellas expectativas.
Para Carmen y Soledad el paisaje que
contemplan sus ojos no tiene parangón. El jamón cantaba. El queso acompañaba. Y
el hambre... ¡ah!, el hambre... eso...
¡pinchaba!
María les concede permiso para comer
cuánto se les antoje.
La pena va a ser no poder compartir el
banquete con su su marido y cuñado. Él tiene que trabajar hasta el límite de lo
permitido.
Ojala pudiera compartir con todos esta
ocasión. Con seguridad, no hubiera cogido un taco hasta verlas a ellas bien
hinchadas.
Carmen lo sabe. Lo presiente. Soledad,
también lo intuye. Las dos dejan de masticar a la vez. Sus respectivas almas no
se lo permiten.
Manolito tiene la feliz idea de llorar
con desparpajo. Al parecer, él llega a oler el jamón y lo pone nervioso. "¡Dios mío!, haz un milagro... y que mi
marío venga ahora mismo", medio
reza Carmen.
Suena un estruendoso trueno, y después
otro. Luego una sacudida de luz. Y por último el sorpresivo apagón. Y más
tarde... el pensamiento de la novata esposa... "pues... si él no ha podido
venir a comer jamón... ¡yo se lo llevo!" Acto seguido, agarra dos tacos y
se los mete entre los pechos.
Soledad se acuerda de su cuñado si es
que, alguna vez hubo dejado de pensar en él y coge otros dos tacos para
introducirlos directos entre la comisura de sus tetillas.
Con un gran disimulo ambas llenan sus
bocas con otros dos tacos.
Manolito llora, todavía con más fuerza,
atrayendo la atención de la señorica María que sin dilación corre a atender a
tan díscola criatura.
Las hermanas Huertas repiten hazaña y
otros cuantos tacos de jamón para el morral; o sea, al interior de sus
vestimentas.
Atenazadas de nervios por lo sucedido
deciden calmar los ánimos.
En eso, exclama María: "Si estuvieran los hombres aquí, lo
solucionarían". Frase que lleva a las dos a agenciarse otros cuatro
tacos de jamón, como bien pudieron esconder.
Manolito parece calmarse. Los dos
segundos que tarda su madre en abrazarlo contribuyen a ello. Soledad no pierde
tiempo y esconde otros cuatro tacos de jamón, allí mismo, en la comisura de sus
bragas.
El miedo a la oscuridad hace que todos
queden inmovilizados, al fin.
Una hora había durado el apagón
eléctrico. Con el retorno del fluido decidieron terminar la reunión. El plato
contenía varios tacos más, diríase haberse reproducido. María propuso: "Carmela, llevároslo para tu marido y
le dais un beso de mi parte". Las hermanas se miraron fijamente.
Carmen y Soledad se marcharon muy
agradecidas.
Manolito les escanció unas risas a
todos.
Al día siguiente, Manuel vio los tacos
de jamón en la canastilla para su almuerzo. Como siempre, los sacó y reposó en
la encimera de la cocina.
Su pensamiento al irse no varió:
"Y estas mujeres... que no quieren
comer nunca... ¡Ay!"