La señora
Paquita, que es como la esposa de Ned Flanders (el vecino de Homer Simpson)
hecha realidad pero con cuarenta años más en su anatomía, mujer viuda y sola,
me tenía alquilada una vivienda donde, en soledad, dormía en una habitación a
puerta cerrada y completamente a oscuras y desnudo, para más señas. Éramos
vecinos de planta. Únicos vecinos. Ella poseía las llaves de mi vivienda, como
debe ser, y tenía permiso para entrar cuando yo no estuviera dentro desde el
principio de nuestro contrato. Aunque la prudente mujer procuraba no hacerlo
nunca. Pero nos hallamos frente a una avería de fontanería a la que había que
plantarle cara de inmediato. Así que le dije que entrara sin ningún problema
con el fontanero que contratara si yo no estaba. Paquita, auspiciada por otro
vecino, contrato a un hombre negro de 1,80 de puro músculo. Un negro de África
que entendía bien el español y de fontanería como para soldar una fuga de gas
que tenía condenada al fracaso mi hornilla donde me cocinaba los engrudos de
arroz y pasta. Llevaba comiendo de frío más de dos semanas. Me gusta. Debo
decirlo.
Paquita me
aseguró que llamarían a mi puerta sobre las cuatro de la tarde. Me pareció bien
ya que sería una hora perfecta en la que tendría tiempo de pasar un rato en el
bar al salir del trabajo leyendo el periódico y tomando cerveza. Después le
metería prisa al fontanero, regatearía su precio final, comería algo y me
echaría una buena siesta. Placer que tenía olvidado desde varios días atrás. Un
buen plan, ¿no les parece? Era jueves.
Para no variar
el fontanero no se presentó a su hora. Forma parte de su profesión. Paquita lo
esperaba y yo hacía lo mismo.
Y nos dieron
las cuatro, y las cinco, y las seis y las siete. Y sin música del Sabina de por
medio. Entonces me comí un plato de arroz tres delicias, frío, como un demonio
cabreado. Y algo colocado pues la espera me había llevado a beber más de la
cuenta y a darle cuatro caladas a un porrito
de marihuana que me fabriqué.
Qué sueño más
rico. Me fui para el dormitorio. Me acosté. Enchufé la radio que se apagaría
sola al transcurso de 60 minutos. Y dormí tan plácidamente como un bebé.
Mientras tanto
Paquita esperaba con desesperación al fontanero. Ella había sufrido el
desplante de otros dos profesionales
con anterioridad y se temía que iba a sucederle lo mismo de nuevo. Pero hubo
consuelo para su frustración. A las ocho de la tarde le sonó el timbre de la
puerta. A las ocho y cinco sonó el de la mía, por lo visto y oído, durante diez
largos minutos. Pero el dueño de ese timbre estaba en el mundo de los sueños
que con la estimulación recibida no escuchaba. Desde luego a mi mente le interesaba
mucho más soñar con que era un héroe medieval rescatando a una princesa.
Paquita dedujo
que yo no estaba e intentó abrir con su llave sin conseguirlo. Por supuesto mi
puerta tenía echada la cadenita, en este caso un carril de seguridad rígido que
impedía abrir la puerta más de tres centímetros. “A ver si le ha pasado algo al
hombre”, expresó el fontanero corpulento. Qué clase de fontanero era ese tipo,
pude preguntarle más tarde, que consiguió entrar gracias a un destornillador.
Ni seguridad ni leches. Carril de seguridad empujado y anulado. Puerta abierta
y los dos para adentro.
En mi sueño
estaba hinchando a hostias a un dragón pero sin éxito alguno. Es más, en ese
tipo de sueños la bestia jamás sufre daño y yo acabo con dolor de brazo y
acojonado hasta que despierto con bastante sudor y agradezco a la realidad su
acogida.
Aun en plena dormida mi instinto de protección se
activó cuando abrieron la puerta de la habitación y encendieron la luz. Entre
la brisa y la claridad repentina desperté. Veo a Paquita en medio de la puerta
con sus ojos bien abiertos y el pecho y una gran cabeza rapada todo ello
bastante negro por encima de ella.
Pueden
imaginar el salto brusco que di de la cama. Claro que sí. En el duerme vela esa
figura que ambos representaban me pareció algo monstruoso. Y si hubiera sido un
sueño a lo mejor hasta intento golpearlo. Pero era otro escenario y sospechaba
que mis golpes iban a ser devueltos. Lo mismo el fontanero negro me da un
puñetazo que aprovecho hasta el ruido. ¿Qué hacer? Pues quizá lo hayan
adivinado: GRITAR.
Yo grito.
Paquita grita todavía más fuerte. No sé si por el susto de mi voz o por ver mi
cuerpo de cien kilos de peso completamente desnudo y medio empalmado mi pene
debido a las ganas de orinar que me entraron de súbito. El hombre negro también
gritó. La escena acabó cuando, ya despierto del todo, exclamé: “La madre que te
parió”.
Como puede les
indique que se marcharan hacia la cocina.
Me vestí.
Paquita se
había marchado. Me puse de acuerdo con el fontanero para la tarea.
Una hora
después él también se marchó. Por lo visto, la factura no era para mi.
A mi me daba
miedo volver al dormitorio con lo que esa noche dormí en el sofá.
Al día
siguiente sobre las cuatro de la tarde sonó el timbre de mi puerta. Abrí. Era
Paquita y me detalló muy enfadada que estaba disgustada conmigo por haber
nombrado a su madre (ya fallecida) el día anterior.
Le tuve que
pedir perdón. Qué le vamos a hacer.
A joderse uno,
otra vez.